Droga dura: El retorno de los chamanes
He pasado unos días enganchado a El retorno de los chamanes, un libro de mi paisano Víctor Lapuente.
Es una obra sobre política escrita por un politólogo. Por lo que no habría lugar comentarlo en estas páginas. Pero hay varios motivos por los que sí.
Vaya por delante que es un libro que me resulta difícil por mi formación y, sobre todo, mi deformación. Soy matemático y durante años mi trabajo ha consistido en abstraer, teorizar, extraer la esencia, crear modelos generales para poder aplicar después el método deductivo. Me han programado para buscar cierres teóricos, listas de axiomas de los que se deduzcan razonadamente hasta los más humildes corolarios. He sido educado y socializado durante años para convertirme en chamán.
Pero Lapuente nos advierte contra ellos. Obviamente, no en el mundo del álgebra no conmutativa o la física de partículas, sino en el de la política. Nos invita a alejarnos de discursos abstractos, del recurso a teorías (ideologías se llaman en estos ámbitos) que todo lo explican y que nos excusan de la necesidad de hacer funcionar los ojos de la cara, de la retórica y la grandilocuencia. Nos invita a seguir la ruta de la exploradora (o de la político-exploradora), que coge los pequeños problemas uno a uno, por los cuernos, ensaya, compara, prueba y les va poniendo solución, rectificando si procede. Una política de hechos concretos y asequibles, incremental y minimalista.
No es un cambio tanto de sustancia como de actitud frente a los problemas. Que es, por otra parte, el cambio de actitud que se espera de quienes, como yo, abandonaron la teoría para atacar con soluciones muchas veces impuras y ad hoc los problemas que llegan a quien se encasqueta un gorro de consultor estadístico.
Las grandes expectativas, los conceptos vagos (p.e., “modelo de ciudad”), las tentaciones a descender a “la raíz” de los asuntos, etc., son palos en la rueda de la eficacia y conducen al desencanto y la frustración. Cuando no a cosas peores. Lapuente lo ilustra con un paseo por distintos países y épocas, comparando estos y aquellos, mostrando cómo la heterodoxia, la flexibilidad, la renuncia a la puridad ideológica, ha tendido históricamente a producir mejores políticas públicas. Se agradece particularmente este ejercicio de política comparada: al contrario de lo que parecen sugerir la mayor parte de los comentaristas políticos, que pecan de solipsismo, los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad no son exclusivos de nuestro aquí y ahora. Son iguales a los de otras gentes en otras épocas y, ¿por qué no echar un vistazo a las soluciones que propusieron?
Pongo un ejemplo de mi propia cosecha. Madrid es una ciudad sucia. Para cierto tipo de gente, la solución es la remunicipalización del servicio de limpieza. Pero nunca he entendido por qué. Lo que sí que he visto últimamente es cierto número de ciudades limpias, de Ávila, a Londres; de Salamanca a Zúrich. ¿Quién en ese debate ha hecho una lista de esas ciudades modelo indicando cómo gestionan el servicio y qué experiencias de éxito serían trasladables a nuestra ciudad?
En resumen, Lapuente nos invita a, también en lo político, olvidar a Euclides y Spinoza y a adoptar a Popper y Taleb.
Pero quiero terminar —la cabra tira al monte— con tres críticas al libro. La primera, la menos importante, que carezca de un buen índice onomástico. Tendré que conseguir la copia pirata en PDF para contar palabras: cuántas veces dice Suecia y cuántas Suiza, etc. Leer en papel tiene sus ventajas, pero el buscador me resulta ya casi imprescindible.
Una segunda crítica es que, siendo un libro sobre métodos más que sobre fines, y proponiendo además uno de corte exploratorio, no advierta más claramente sobre sus riesgos: los de equivocarse. Por la pura selección de casos y ejemplos, parece conferirle al método de la exploradora un carácter infalible —con el que el autor, casi seguro, no estará de acuerdo— cuando la prueba y el error conducen en ocasiones al acierto y en ocasiones a lo contrario. Es bueno, preferible, equivocarse mucho pero en lo pequeño que una vez catastróficamente en lo grande, pero es bueno advertirlo. En eso, Taleb tiende a ser más claro.
Y la última es que en ciertos puntos Lapuente cede a la tentación a tornarse normativo. Da la sensación de que en determinados parajes olvida el método para dibujar una imagen idílica de una serie de países que él conoce y que le gustan mucho. Una defensa del modelo (¡ups, he dicho “modelo”!) nórdico que deja en un segundo plano el mecanismo nórdico.
En resumen, un libro recomendable que dibuja un marco teórico que permite entender mejor el funcionamiento de la política y las políticas públicas y que traslada a ellas —¡ya era hora!— los métodos de prueba y error que nos han dado desde el radar hasta las vacunas.