El mejor negocio de la década

El mejor negocio del mundo sigue siendo —reza el chiste— comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que dice que vale.

El de la década tiene mucho que ver con la literatura, con la ficción. Consiste en tomar proyectos hechos, semihechos, más o menos disparatados, con o sin sentido de mercado, con o sin asidero con la realidad, que se harían de todos modos, que se descartaron por inviables pero a los que se les puede sacudir el polvo y las polillas, buenos, regulares, malos, vergonzantes, vergonzosos, quijotescos, razonables, fantasiosos, (¿he escrito ya disparatados? creo que sí), etc. y pasárselos a alguien con cierto arte con las palabras para que los describa en un documento formal con profusión de términos tales como resiliente, inclusivo, hidrógeno verde, big data, digitalización, ecología, sostenibilidad, inteligencia artificial, etc.

El documento se pasa entonces a un funcionario que lo lee en diagonal, constata que aparecen las palabras esperadas con una determinada frecuencia para estamparle encima un visto bueno y asignarle un cacho de los cientos de miles de millones de esa losa, de ese nubarrón en nuestro futuro que son los fondos EU Next Generation. En el peor de los casos, en algún cuatrimestre de algún ejercicio podría llegar a exigirse la contrapartida de alguna memoria con párrafos de copiaypega entreverados de frases que no significan nada sobre el uso de los dineros.

Para los que tengan menos años que yo, una anécdota (de las muchas análogas que podría contar) de hace tiempo, mucho tiempo. Aquella empresa, para la que colaboré como externo, tenía un producto, que llamaré A, en cuyo desarrollo participé. Un buen día decidieron desarrollar un producto parecido, el A-, que era una versión inferior del A; esencialmente, era A con unas cuantas funcionalidades menos. Era un producto, además, que ni tenía mercado ni se preveía que lo tuviese. Era, simplemente, un producto que se iba a crear —de crearse: nunca tuve claro que llegase a tener existencia plena— para obtener una subvención de un cuarto de kilo (de euros) para su desarrollo, como si se fuese a construir de cero. Para obtenerlos bastaba con justificar frente al funcionario de turno —que tampoco la pagaba con su dinero y del que tampoco se esperaba la mayor diligencia— que la cosa habría de existir en algún momento. Todo el mundo haría como que hacía, los check, check, check, aparecerían en los documentos relevantes de manera más o menos automática y siempre dentro de la más estricta legalidad y el dinero acabaría fluyendo.

Termino con una comparación de magnitudes:

  • Los fondos EU Next Generation son (para toda la UE) del orden de 100 veces los de nuestro famoso Plan E.
  • La asignación para España es aproximadamente 10 (o 20, dependiendo de la fuente consultada) veces la de aquellos fondos.