Sobre las miserias de la universidad
En los últimos años de carrera me metí en política: fui delegado de mis distintas clases y participé como tal, aunque con más oído que voz y más voz que voto, en las discusiones de antaño, muy previas al plan Bolonia, sobre la reorganización del plan de estudios de la licenciatura de matemáticas.
Yo era un chaval que, a falta de la experiencia que da la vida y, supongo, por suplirla, estaba lleno de ideales. Allí aprendí cosas como que los estudiantes, éramos lo peor del mundo. No se atribuían función adicional alguna a la de vetar todo aquello que supusiese un estorbo adicional para alcanzar aquello que a los más les bastaba: el titulito. Si por entonces aún me quedaba alguna, perdí absolutamente y hasta la fecha toda fe en la bondad de las intenciones del movimiento estudiantil (tanto en cuestiones académicas como en las demás, todo sea dicho de paso).
Creí, sin embargo, que el profesorado tendría intenciones más generosas: si había de cambiarse el programa, tendrían ocasión de mejorarlo. Yo, que lo sufría, tenía mis ideas al respecto. Hoy, hablando con mi yo de entonces, las cuestionaría todas. Pero eran honestas, razonables y defendibles. Consulté con un profesor por el que sentía franca admiración intelectual. Se las expuse. No me escuchó demasiado: me interrumpió pronto y me espetó con esa franqueza que tanto se echa de menos en declaraciones oficiales, tan pomposas y postsinceras, que la calidad de los programas era un concepto etéreo (sí, usó etéreo) y que lo único tangible (no, no usó tangible) era el número de horas asignadas a cada departamento y cada área porque eso determinaba en cascada una serie de partidas presupuestarias, etc.
Allí, y recuerdo con inusitada potencia ese momento, quedó sembrada la semilla de esa idea que ha ido desarrollándose desde entonces, bien regada y abonada por la abundancia de indicios, de que esa institución que tanto llena la boca de algunos, la Universidad Pública Española, no es sino el jardín privado de algunos, donde escenifican Juego de Tronos, cuando no a Melrose Place, con las cuatro perras (porque sí, no negaré que no dejan de ser cuatro perras) de los demás.
Dentro de esas instituciones, claro está, se tolera la existencia de individuos todavía animados por aquel espíritu originario mío. Habrá quienes piensen que son excepción (p.e., yo) y quienes que categoría. Todos, tanto los unos como los otros, estamos de enhorabuena: una serie de sucesos ocurridos en los últimos meses van a permitirnos validar en sentido popperiano nuestras hipótesis. Sigamos el hilo de los acontecimientos. La respuesta nos la traerá el soplo del viento.