Verdades, mentiras, estadísticas... y autopistas radiales

Sin ser un as de las finanzas, resulta más que evidente que la inversión que en su día se hizo para convertir el tramo Madrid-Zaragoza de la N-II en autovía fue más que rentable. La obra fue financiada por el estado y su uso fue gratuito desde el primer día.

Pero conforme fue mejorando la red de infraestructuras españolas, la estimación de la rentabilidad de cada euro adicional de inversión en ellas se ha ha ido complicado.

Para resolver el problema contamos con la inestimable ayuda del capitalismo —nos dicen—: ningún sistema económico es capaz de realizar una asignación de recursos de manera tan eficiente como él. El capitalismo y los capitalistas han corrido al auxilio del estado para ayudarnos a todos a seleccionar científicamente las infraestructuras que realmente necesitamos. El procedimiento, simplificado, es el siguiente:

  1. El estado propone la construcción de una infraestructura para cederla en concesión.
  2. Empresas capitalistas, tras realizar profundos estudios de rentabilidad, estimaciones a futuro de intensidad de uso, descuento de flujos de caja, exhaustivas simulaciones bajo distintos escenarios para estimar el riesgo, etc., deciden si vale la pena arriesgar el dinero de sus accionistas respondiendo a la propuesta afirmativamente o no.
  3. El estado elige una concesionaria que expropia, construye y gestiona la infraestructura.

¿Qué puede pasar a partir de entonces (desde el punto de vista de la concesionaria)? Pues una de tres:

  1. Sus estimaciones resultan acertadas y sus accionistas reciben una rentabilidad razonable por su inversión.
  2. La realidad sobrepasa las expectativas de la concesionaria y sus accionistas obtienen un inesperado y feliz beneficio.
  3. La realidad resulta ser adversa y el uso de las infraestructuras se sitúa en la zona baja de la horquilla de las estimaciones iniciales. Entonces, la concesionaria quiebra, sus activos son subastados (¡permitiendo que el estado adquiera la infraestructura a precio de saldo en beneficio de los contribuyentes!) y los accionistas pierden su dinero.

Es un esquema para nada perverso. El riesgo pasa del estado a ciertos accionistas particulares que son libres de invertir (o no invertir) en una infraestructura de incierta rentabilidad. Esta incertidumbre ha sido previa y fehacientemente cuantificada y medida por estadísticos de pro. La infraestructura se construye y queda disponible para el uso de la ciudadanía. Pero el coste y otros gastos derivados de su mantenimiento no se convierten en pasivo (deudas) del estado.

Pero, ¿qué nos está sucediendo en España? Pues lo que nos cuentan artículos tales como éste, éste, éste o este otro.

Confieso a mis lectores que comencé esta entrada hace mucho y que pensaba remartarla con un lamento sobre la incapacidad de los estadísticos patrios para realizar prognosis certeras (dado que en tanto erraron sus predicciones de tráfico). Pero, tras indagar sobre el asunto, sospecho que el problema es muy distinto. Aunque nos lo explican aquí, extraigo del enlace lo que será más relevante para la parroquia de esta bitácora:

Sin embargo, la ley de contratos establece que, en caso de quiebra del concesionario, se debe rescatar la concesión pagando el coste de la construcción de la autopista menos lo amortizado por el paso del tiempo. Esta cláusula cambia abruptamente el negocio al establecer una opción de venta para el concesionario, que si hace bien los cálculos puede conseguir que: “si va bien gano, si va regular empato y si va mal paga la administración”.

Así que:

Si se ponen unos tráficos desproporcionados y casi no se aporta capital propio, has conseguido quedarte con la parte positiva de las ganancias y reducir la parte negativa. A la administración le queda el gran riesgo, que en momentos de crisis económica en que los tráficos se reducen y la recaudación tributaria también, tenga que rescatar la concesión.

Al estadístico de turno un jefe con corbata le pide —como a mí me pasó una vez— una estimación que dé tanto. Y viola—a punta de pistola finiquito— el código deontológico y nuestra profesión se banaliza de nuevo.