Publica o perece
Quienes trabajamos circunstancianmente para investigadores heredamos parte de esa presión que sufren para publicar a toda costa so pena de perecer académicamente. Esa presión introduce en demasiadas ocasiones los sesgos, desviaciones con respecto a la ortodoxia metodológica, etc., cuyos excesos ha generado una creciente ola de escepticismo frente a los resultados que aparecen en la literatura, tal y como comentábamos el otro día en estas páginas.
Esta entrada —continuación de la anterior y abrebocas para otra que estoy preparando sobre el mismo tema— quiero presentar a mis lectores unos cuantos sucesos famosos que ilustran un fenómeno tal vez poco conocido del gran público: casos en los que los resultados científicos resultan falsos no por defectos metodológicos, no por sesgos involuntarios sino por dolo.
Uno de los más famosos es el de William Summerlin, un dermatólogo estadounidense que consiguió implantar a ratones blancos piel de ratones negros sin que se produjesen rechazos. Se descubrió después que la presunta piel de ratón negro podía lavarse con alcohol.
El arqueólogo japonés Shinichi Fujimura parecía estar dotado de una intuición increíble acerca de dónde realizar excavaciones. En casi todas las 180 en las que participó, se encontraron artefactos, cada vez más antiguos y valiosos, que permitieron recomponer el discurso de la prehistoria japonesa y extenderlo 300.000 años atrás en el tiempo. Andando el tiempo, se descubrió que él mismo enterraba los objetos que descubría posteriormente en las excavaciones.
El dentista noruego Jon Sudbø quiso publicar un artículo en el que se probaba que el Ibuprofeno disminuía la probabilidad de que los fumadores desarrollasen cáncer en la boca. Pero se descubrió que sus datos eran ficticios. Más aún, de los 38 artículos que había publicado previamente, se probó que 15 eran fraudulentos. También había cometido fraude en su tesis doctoral, que le fue rescindida.
¿Son significativos estos casos de fraude? ¿Son casos aislados? De la Office of Research Integrity, que monitoriza casos de mala conducta y fraude en publicaciones financiadas por el U.S. Public Health Service, extraigo la siguiente gráfica,
que muestra la evolución del número de denuncias que ha atendido durante los últimos años. (Aunque debo confesar a mis lectores que no he podido ni sabido contrastarlo con el universo total de publicaciones para ver el tamaño relativo del fraude, que tal vez sea la medida de más relevancia en este contexto).