Los censos huelen a naftalina (y son muy caros)
Los censos huelen a naftalina. Eso de ir contando exhaustivamente cabezas, críos, cabras y cabañas ya lo hacía el rey David en su época.
Tampoco son operaciones no pequeñas. El último censo chino movilizó a seis millones de encuestadores y el de EE.UU. costó casi como el AVE a Valencia.
Sin embargo, eso de contar sin excepciones es un ejercicio de fuerza bruta propio de la oscura época pre-estadística. El progreso ha traído consigo dos cosas —buena la una, regular la otra—, que permiten replantear enteramente los censos.
La cosa buena es la inferencia estadística, que permite estudiar el comportamiento de un todo a partir del de una porción observada, de una muestra. Y de hecho, en España, el censo del 2011 no es un censo propiamente dicho sino una encuesta.
El segundo fenómeno, el regular, es que la administración nos tiene fichados. No existe apenas hecho de interés censal por que el que no hayamos tenido que sacar numerito, hacer una cola, acudir al puesto 23, rellenar el impreso, pagar una tasa y desear al funcionario de turno que Dios lo guarde muchos años. En efecto, la administración, al realizar un censo, nos está preguntando cosas que, en realidad, sabe igual de bien que nosotros: que si nos graduamos de aquello (¡si nos dieron el diploma en la secretaría y está firmado por el rey!), que en qué año nacimos (¿para qué están los registros civiles?), que dónde vivimos (¿donde estamos empadronados, tal vez?) y otras cuestiones igualmente enjundiosas.
De hecho, en algunos países —Finlandia, por ejemplo; y nótese el coste del censo finlandés por barba en la tabla anterior— el censo se realiza acudiendo directamente a los registros públicos, es decir, de manera que la administración interaccione consigo misma para compilar esos datos que ya tiene de los ciudadanos de manera más eficiente y sin gravarlos con otro impuesto sobre el tiempo libre (consistente en tener que rellenar unos cuantos formularios más).
Dar acceso, sin embargo, a las autoridades estadísticas nacionales a los registros de los organismos públicos no es sencillo. No me gustaría estar en el pellejo del pobre tipo a quien pueda un día corresponderle la tarea de coordinar la acción de esos organismos que almacenan porciones de la información que dejamos los ciudadanos en la administración casi por el mero hecho de existir. Pero quien quiera hacerse una idea tanto de la magnitud de los retos como de los beneficios que podrían obtenerse, puede leer esta carta del que sería director del INE británico al equivalente a nuestro ministro de la presidencia.