Encuestas, censos, elecciones
Hace unas semanas tuve un lapso de creatividad. Dejé de escribir durante un tiempo y me dediqué al sucedáneo: leer. Terminé, para variar, unos cuantos libros.
Uno de ellos es Proofiness, the Dark Arts of Mathematical Deception que está más o menos bien. En su mayor parte abunda sobre fenómenos conocidos, estudiados y sobradamente denunciados: que hay que recurre a argumentos basados en números, estadísticas o construcciones matemáticas más o menos sofisticadas para dar visos de verdad a mentiras flagrantes. Los ejemplos resultarán más afines culturalmente a quienes vivan en la orilla equivocada del Atlántico, aunque son los suficientemente conocidos para que sepamos de qué se habla y que el género es ensayo y no ficción.
El libro, no obstante, arroja luz sobre dos asuntos de los que apenas se habla. Sabemos ya y estamos curados en salud del error que traen consigo las estadísticas, pero, ¿cuál es el error de un censo? Y peor aún, ¿el de unas elecciones?
Pareciere, por eso de tratarse de una enumeración, que un censo es un mecanismo fiable para contar y describir una población. Pero si uno se fija con detalle y comienza a retorcer el hilo de la casuística, comienzan a crecer las sigmas (como los enanos del circo proverbial).
E incluso en el mundo aparentemente mucho más controlado de las elecciones, si se lo mira bien, existe incertidumbre. Esta es inapreciable cuando las diferencias entre los partidos o candidatos es, como ocurre habitualmente, amplia. Pero los casos en que las elecciones están tan igualadas que milésimas de punto porcentual importan revelan la ubicuidad de la incertidumbre. ¡Recuérdese el caso de Florida en las elecciones presidenciales de EE.UU. de 2000, donde cada voto se contó, recontó, inspeccionó, reinspeccionó y, llegado el caso, impugnó! Hay pocos casos, pero el libro dedica un capítulo a describir dos casos en los que hubo eso que en el mundo de la encuestas llaman empate técnico.